Recuerdo con gran añoranza los tiempos de la escuela, donde aprendimos a amar, a odiar, a ayudar al prójimo, a no discriminar, a compartir. Donde aprendimos matemáticas e inglés. Donde aprendimos que no siempre llueve a gusto de todos, que no todo sale como uno desearía.
Recuerdo el jugar en los altos del minúsculo patio, mirando al mar como si estuviéramos al mando de un barco en busca de tierra firme. Los esfuerzos y heridas que requería subir a aquella especie de bancos. Lo bien que te sentías oteando desde arriba. El colorear y recortar (o intentarlo más bien, aún hoy es algo que no domino del todo…). El punzón y sus almohadillas todas agujereadas. La profesora que nos hacía cantar aquello de “canda Farnanda sáptama asaba palatán” con la boca muy abierta. El acabar rápido la tarea para irnos a jugar a la zona habilitada en el aula a tal efecto: una moqueta verde y un armario con vitrinas, así como una pequeña biblioteca anexa. Nuestras fotos de bebés en una cartulina en la pared. El cuartito de la logopeda, con apenas espacio para cinco o seis personas, incluida ella. Las historias que nos contaba de su viaje a Oriente, de cuando probó la sangre de serpiente; y cómo nos extrañaba que hubiera gente que considerara aquello comestible. Los grandes baños del primer piso, los azulejos grises, los lavabos manchados de témpera y el terrible frío que hacía en aquella estancia. El llevar leotardos debajo de la ropa. El intercambiar “cartas de olor” en el recreo y la afición de éstas a volar hacia un mundo mejor. Cuando pintamos una especie de jungla, con plantitas, bichos y demás en toda la pared de la clase de 1º y 2º. El gusano del abecedario que había encima de la pizarra. Las clases de informática siendo ya ex alumna, con mi madre y mi abuela, cuando aún les teníamos respeto a estos trastos malignos. El “magüestu” en la pista, en Octubre o Noviembre. Las castañas y la sidra dulce. El temprano aprendizaje de todo lo relacionado con el lenguaje: lectura, comprensión, escritura. Las pruebas de “comprensión lectora” en que se medía cuántas palabras éramos capaces de leer por minuto; me encantaban. El aula de música y aquellas clases bizarras con Abundio, en las que tocábamos el xilófono, la flauta o el triángulo. Nuestras madres preparándonos los trajes de pez, de goma espuma, para el Antroxu: cómo teñían y cosían con nuestras clases con Máriam de fondo, en la zona de juegos del aula. Las innumerables visitas a museos e instituciones públicas diversas con Paco Abril. Cuando tocó Xentiquina (que por aquel entonces nos fascinaba) en una de las fiestas de Navidad que tenían lugar en el Hogar de la 3º Edad del barrio debido a la inexistencia de salón de actos en la escuela. Las clases de gimnasia cantando “vida sana hay que tener…y así podremos crecer” mientras corríamos alrededor de la pista. El reloj que situado en la pared del fondo del aula de 3º y 4º marcaba el inicio y el fin de cada jornada lectiva. Aquellas clases en que Don César nos decía que el parto duraba nueve meses. La comida de catering que siempre llegaba fría (la traían de Oviedo, si no me falla la memoria). Cuando venía María Ángeles, la profesora de párvulos, venía de visita (una vez jubilada) y nos traía piñatas de golosinas. El escalar por las argollas que sujetaban la puerta de entrada. El color caqui del patio. Las comidas campestres a final de curso en L’Atalaya. Las picotas. La vuelta de la piscina en la parte de atrás del autobús urbano, tumbados sobre las mochilas. Las bolsas de la merienda. Las primeras clases de inglés en que Magdalena nos daba una hoja con un dibujo enorme y su nombre en aquel idioma. La cristalera de las escaleras del ala Este. Los desfiles por las calles del barrio con motivo del Antroxu, Navidad o cualquier otra celebración. Cuando venían las gemelas infernales del Rockoclub (programa infantil de la tele local) a grabarnos mientras hacíamos el gañán con cualquier excusa. El techo de uralita de la entrada; cómo se oía la lluvia rebotar contra él. Aquella mujercita que nos pelaba, con toda su paciencia, las naranjas en espiral; y hacia que nos comiéramos las lentejas. Las clases de baile asturiano en el comedor: la demostración en ellas de mi consabida torpeza. La Odisea de ir a la sala de profesores, deseada a la par que temida por todos. Las aulas en las que “convivíamos” dos cursos, debido a la escasez de alumnos. Los de octavo, cuando aún andaban por allí. La mesa de ping-pong sobre la que jugábamos en el comedor. El laboratorio que nunca llegué a ver funcionar. La profesora del primer año, Toñi, y su tristeza para nosotros incomprensible por la imposibilidad de tener el hijo que tanto deseaba. Seve, el conserje comprometido que iba (y sigue yendo) a todas partes con su bici. Los “sacaojos” que había de camino a la pista donde hacíamos gimnasia. Las peleas. Los tirones de pelo. El cuarto que frente al aula de 1º y 2º almacenaba toda clase de elementos para manualidades. Los simulacros de incendio. Los “MB pero procura no ser tan chapucera” que me escribía Máriam en todas las redacciones, con los rotuladores Carioca de punta gruesa verdes, que (sigo diciendo que) olían a manzana. El hámster del niño aquel pelirrojo. Las mesas hexagonales de párvulos. La puerta en la que la profe se rompió la muñeca y un compañero se abrió la cabeza. Los mediodías en que me devoraba uno o dos libros de la colección Barco de Vapor después de comer, mientras mi abuelo veía Cifras y Letras con los pies sobre la mesa. Jugar a “Abuelita Ilúz” en patines. La merienda, a menudo consistente en cosas dulces, de la que siempre había quien te pedía. Los asfixiantes abrazos de Alba María. Cómo conseguimos que hablara un poquito (era sordomuda) y le enseñamos que no todo se conseguía por la fuerza. Cuando ganamos el concurso de disfraces con el tema de la mitología asturiana: el vernos a todos sobre el negro escenario del Teatro Jovellanos. Los muñecos cuya cabeza, en vez de por pelo era poblada por hierba. Cómo aprendimos emocionados lenguaje de signos para relacionarnos con los compañeros que lo precisaban. El plantar lentejas entre algodones en vasos de yogur de cristal. Cómo me tiraban de mi larga trenza y me llamaban “Vieja Estufa” por estar siempre pegada al radiador. Las tardes de atletismo con aquel viejecillo tan simpático siempre pendiente de su cronómetro, Carpena. Con qué gusto íbamos a clase, sin preocuparnos de exámenes ni trabajos, de si obteníamos un aprobado o un notable. El salir corriendo de clase en junio, para ir a la playa antes de comer. Los tazos. El minúsculo despacho del director. Las fichas amarillas de préstamo de la biblioteca. Los problemas que tenía la mayoría a la llegada de unos niños gitanos portugueses, cómo tras defenderse éstos a las burlas todos se fueron adaptando. Mi libreta de lengua, de cuadros escoceses. Las obras más bien laicas de los festivales de Navidad. El aula de vídeo, al que acudíamos encantados. La puerta del patio que daba a L’Atalaya, que nunca llegamos a ver abierta; y las misteriosas historias inventadas en torno a ella. Las mil exposiciones que montábamos: recuerdo una sobre la sidra, y otra en la que teníamos que llevar el objeto más antiguo que tuviéramos en casa. La implicación de las familias en la vida docente. Los insultos a otros compañeros por usar gafas o aparato dental; y sus posteriores reprimendas. El acudir a la Ampa a que nos curasen cuando nos hacíamos daño, al carecer de enfermería. Las excursiones. La educación en valores de igualdad: tanto en lo referido a género, como a raza y a condición social. Los gomets. El concurso literario que gané narrando cómo sería mi vida como astronauta. El comer trozos de goma de borrar. El día que una profesora, en verano, me llevó a casa la carta que una amiga me había mandado al colegio al no acordarse de mi dirección. Los cumpleaños: el aparecer por la escuela radiante de felicidad con tu gran bolsa de caramelos e ir repartiendo. Los lleo-lleo. El programa de radio al que acudimos algunos. El frío banco de piedra de la pista. Cómo enseñamos entre todos a Ángel nociones básicas de castellano, e incluso cómo nosotros aprendimos un par de palabras en ruso.
La rabia que daba volver en septiembre a clase; pero por otro lado, el entretenimiento que nos proporcionaba. Cómo nos apañábamos caseramente, a menudo sin demasiados medios. Las chocolatadas d’Antroxu. Cuando la profesora de párvulos me dijo que yo valía para escribir, que terminaría trabajando en algo relacionado con ello. Cuando me la encontré hace escasos meses en un restaurante, y tras darme a conocer, me apuntó emocionada su teléfono en una servilleta para que la avisara si algún día llegaba a publicar… Los rotuladores que aún deben estar desperdigados por el suelo… Las pegatinas verdes con un sol sonriente que anunciaba la escuela.
No sirvió de mucho que le dieran publicidad aquellos divertidos adhesivos; ya que la mayoría de alumnos desertó para irse a los colegios concertados más próximos.
La escuela está a punto de ser cerrada, tras tantos años ofreciendo sus servicios a los niños y familias del barrio, alfabetizando, abriendo las mentes, educando, en definitiva.
Me duele ver cómo se desvanecen de repente casi la mitad de mis recuerdos de infancia (y supongo que los de más gente) tan sólo porque el barrio viejo haya “avanzado” y nos podamos permitir llevar a nuestros hijos a colegios en los que les inculquen la competitividad, la desigualdad y la primacía de los católicos. Me duele que esos colegios los subvencione el Estado, el mismo Estado que cerró mi escuela.
(Sobre el inminente cierre del colegio Honesto Batalón, del barrio de Cimavilla, en Gijón)
domingo, 24 de diciembre de 2006
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