martes, 16 de enero de 2007

ESTOY PERDIDA. NO ME RETENGAS. No me gusta avanzar lenta y segura por el caminito, prefiero errar y saltar por el ancho mundo. En el “ancho mundo” aún existe el arco-iris, las calas sin gente en las que puedes afincarte un tiempo, los infinitos prados por los que rodar y rodar, la buena gente. Aún existe el arte, la literatura, las hamacas en las que echar la siesta al sol, la esperanza, la igualdad. Te proporciona miles de kilómetros por los que transcurrir, en los que conocer, aprender, disfrutar…No hallarás allí estrés, ni asesinatos políticos, ni burrocracia, ni lluvia, ni hambre, ni programas del corazón, ni ineptos sin tema de conversación, ni niños abandonados frente al televisor, ni pastillas para dormir, ni sumisión, ni bombillas fundidas… en el ancho mundo encontrarás aquello que desees, lo que escapa a la cotidianeidad. Por eso tanta gente fija allí su lugar de residencia, o al menos su residencia estival. En invierno vagabundeamos por el caminito, desde el que tratan de retenernos, de alejarnos del “mal”, de convertirnos en personas de provecho.
Puede que estemos perdidos, pero no necesitamos ningún GPS para encontrarnos: cuando lo creamos menester, nosotros mismos tornaremos al punto de partida… o quizás nunca volvamos: a lo mejor es en ese paraíso paralelo donde reside el secreto de nuestra felicidad.

sábado, 13 de enero de 2007

Nadie es alguien

Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres (Borges en “El Inmortal”): la inmortalidad no es la panacea. Si la obtuviéramos, todos lo haríamos absolutamente todo en esta vida: todo lo que hemos hecho en nuestros años ya vividos nos acontecería, así como lo que hemos desechado, los caminos que hemos decidido no tomar. También viviríamos el periplo del vecino, y sus caminos erróneos; las vidas y las no vidas de todos. Experimentaríamos qué sintió Sócrates al beber la cicuta, qué sintió Eva Braun al acostarse con Hittler y percartarse de su archiconocido defecto físico, qué sintió la niña del número 8 de la calle Alegría al aprender a saltar a la comba, pero también seremos protagonistas de los últimos años de la vida “conocida” de Sócrates, de la etapa de reclusión budista de Hittler y de la desesperación de una muchacha que toda su vida tuvo pánico a aquello de “al cocherito leré”. Todo y nada: en una misma persona, en todas las personas. No se si osar llamar personas a los seres humanos, quizás entes o cuerpos sea más adecuado: no tendríamos personalidad, ni sentimientos, ni seres queridos, ni propiedades, ni conciencia de la época en que viviéramos (viviríamos en todas); sólo seríamos conjuntos de células que, como si de marionetas se tratase, ejecutarían las órdenes de algún individuo elegido para “gobernarnos” y destinarnos las diferentes pruebas. Por muy horrible que fuera no podríamos suicidarnos… ¿o quizás sí? A lo mejor apareceríamos en otro lugar y otra época, con nuestro cilindro intacto (como ocurre en una de mis sagas favoritas de ciencia ficción: “El mundo del río”). Se nos proporcionaría comida, bebida, droga y algunos útiles de aseo, que serían renovados a menudo: todo el mundo tendría cantidad suficiente de las cuatro cosas, pero el afán de poder de ciertos cuerpos daría lugar (como lo da ahora) a cruentas escenas: guerras, asesinatos, ejecuciones públicas… en que los entes podrán resultar gravemente heridos pero… ¿podrían morir? ¿podrían morir y reaparecer en escena como verdugos en vez de cómo ajusticiados?
La Historia ya no sería tal, está conformada por ciertos hechos, no por éstos y simultáneamente por su negación, eso sería un absurdo. Seríamos producto de una falacia, por lo que nosotros mismos seríamos irreales.
Aunque nos pese la idea de la Muerte (me alegro sinceramente por aquellos a quienes no les pesa y creen en el Después) reconozcamos que siempre será mejor que esa grotesca deformación de la realidad conocida como inmortalidad.

domingo, 24 de diciembre de 2006

No podemos volver a casa por Navidad porque aún no nos hemos ido de ella

“No podemos volver a casa por Navidad porque aún no nos hemos ido de ella” es el lema de las manifestaciones/concentraciones convocadas ayer en las principales ciudades de (este conjunto de pueblos que se ha dado en llamar) España con motivo del abusivo precio de la vivienda y las pocas ayudas que hay para acceder a ella.
Cada vez es más evidente que hay algo que no cuadra: en 1979 el coste de un piso era del orden de 14 mensualidades de un peón de obra (38.000 pts/mes x 14 meses=532.000 pts). El sueldo en 2006 de un universitario recién titulado en ingeniería informática sin experiencia profesional no llega a los 1.200 € mensuales. En el año 2006 una vivienda modesta cuesta 175 mensualidades (¡14 “anualidades”!) de un ingeniero informático (1.200€/mes x 175meses =210.000€).
Obviamente, no todos somos genios del MS-2. Y aunque así fuera, no dedicamos la totalidad de nuestros sueldos a la compra de la vivienda, ¡también vivimos! tenemos la mala costumbre de comer todos los días, de comprarnos ropa cuando es menester, de salir a cenar con los amigos, de echarle gasolina al coche, de llevarlo a arreglar cuando no arranca, de irnos de viaje en la semana libre que tenemos al año, de pagarnos las deudas que contraemos para pagarnos la carrera… total, que al final nos hipotecamos durante cuarenta años para tener un pisito en propiedad, sin ni siquiera saber si viviremos tanto tiempo como para pagarlo, si tendremos hijos y no cabremos ,con lo que habremos de mudarnos; o si podremos pagarlo (no sé los demás, pero yo no sé que será de mi vida a cuarenta años vista).
No cambia mucho la cosa si en vez de comprar optamos por el alquiler de un inmueble: pagar en torno a 400 € al mes, que caen en saco roto (si te vas pasado un tiempo no tienes “nada tuyo”, al comprar al menos tienes un mínimo porcentaje de tu futuro adquirido…).
Con lo cual, sea como fuere, los recientemente bautizados como “mileuristas” sobrevivimos como buenamente podemos con la mitad de nuestro sueldo. Y no nos quejemos, ¡si fuéramos presidentes de la Comunidad de Madrid no llegaríamos a fin de mes y tendríamos que comprar en Zara! Por suerte nuestros zulos no precisan de varios calefactores, y con el dinero que nos ahorramos en ellos podemos cotizar en bolsa y comprarnos el videojuego de los Sims para decorar nuestra futura casa (de la que ya hemos pagado una parte) en la que reside actualmente un tal Felipe de Borbón, hombre aficionado a la marina y a los experimentos genéticos, que planea fijar su nueva residencia bajo el puente del gijonés río Piles.
La sociedad se alarma de la generación de los de “casi 30” que aún residen en el domicilio familiar (lo que comúnmente se conoce como a la sopa boba, expresión que la asociación Anti-Mafaldiana quiere eliminar por considerarla una injuria para su elixir), pero no se siente amenazada por la especulación urbanística ni por el incipiente “Corralito” que acontecerá próximamente en esta(s) tierra(s).
Con lo que sí que ponen el grito en el cielo es con la ocupación: muchas casas sin gente, muchas gentes sin casa… ¿cómo solucionarlo? Está claro, ¡demoliendo las casas! Así de paso, tendremos a los jubilados entretenidos y no nos perturbarán contándonos historias de la Guerra Civil.

Extrema unción a una escuela

Recuerdo con gran añoranza los tiempos de la escuela, donde aprendimos a amar, a odiar, a ayudar al prójimo, a no discriminar, a compartir. Donde aprendimos matemáticas e inglés. Donde aprendimos que no siempre llueve a gusto de todos, que no todo sale como uno desearía.
Recuerdo el jugar en los altos del minúsculo patio, mirando al mar como si estuviéramos al mando de un barco en busca de tierra firme. Los esfuerzos y heridas que requería subir a aquella especie de bancos. Lo bien que te sentías oteando desde arriba. El colorear y recortar (o intentarlo más bien, aún hoy es algo que no domino del todo…). El punzón y sus almohadillas todas agujereadas. La profesora que nos hacía cantar aquello de “canda Farnanda sáptama asaba palatán” con la boca muy abierta. El acabar rápido la tarea para irnos a jugar a la zona habilitada en el aula a tal efecto: una moqueta verde y un armario con vitrinas, así como una pequeña biblioteca anexa. Nuestras fotos de bebés en una cartulina en la pared. El cuartito de la logopeda, con apenas espacio para cinco o seis personas, incluida ella. Las historias que nos contaba de su viaje a Oriente, de cuando probó la sangre de serpiente; y cómo nos extrañaba que hubiera gente que considerara aquello comestible. Los grandes baños del primer piso, los azulejos grises, los lavabos manchados de témpera y el terrible frío que hacía en aquella estancia. El llevar leotardos debajo de la ropa. El intercambiar “cartas de olor” en el recreo y la afición de éstas a volar hacia un mundo mejor. Cuando pintamos una especie de jungla, con plantitas, bichos y demás en toda la pared de la clase de 1º y 2º. El gusano del abecedario que había encima de la pizarra. Las clases de informática siendo ya ex alumna, con mi madre y mi abuela, cuando aún les teníamos respeto a estos trastos malignos. El “magüestu” en la pista, en Octubre o Noviembre. Las castañas y la sidra dulce. El temprano aprendizaje de todo lo relacionado con el lenguaje: lectura, comprensión, escritura. Las pruebas de “comprensión lectora” en que se medía cuántas palabras éramos capaces de leer por minuto; me encantaban. El aula de música y aquellas clases bizarras con Abundio, en las que tocábamos el xilófono, la flauta o el triángulo. Nuestras madres preparándonos los trajes de pez, de goma espuma, para el Antroxu: cómo teñían y cosían con nuestras clases con Máriam de fondo, en la zona de juegos del aula. Las innumerables visitas a museos e instituciones públicas diversas con Paco Abril. Cuando tocó Xentiquina (que por aquel entonces nos fascinaba) en una de las fiestas de Navidad que tenían lugar en el Hogar de la 3º Edad del barrio debido a la inexistencia de salón de actos en la escuela. Las clases de gimnasia cantando “vida sana hay que tener…y así podremos crecer” mientras corríamos alrededor de la pista. El reloj que situado en la pared del fondo del aula de 3º y 4º marcaba el inicio y el fin de cada jornada lectiva. Aquellas clases en que Don César nos decía que el parto duraba nueve meses. La comida de catering que siempre llegaba fría (la traían de Oviedo, si no me falla la memoria). Cuando venía María Ángeles, la profesora de párvulos, venía de visita (una vez jubilada) y nos traía piñatas de golosinas. El escalar por las argollas que sujetaban la puerta de entrada. El color caqui del patio. Las comidas campestres a final de curso en L’Atalaya. Las picotas. La vuelta de la piscina en la parte de atrás del autobús urbano, tumbados sobre las mochilas. Las bolsas de la merienda. Las primeras clases de inglés en que Magdalena nos daba una hoja con un dibujo enorme y su nombre en aquel idioma. La cristalera de las escaleras del ala Este. Los desfiles por las calles del barrio con motivo del Antroxu, Navidad o cualquier otra celebración. Cuando venían las gemelas infernales del Rockoclub (programa infantil de la tele local) a grabarnos mientras hacíamos el gañán con cualquier excusa. El techo de uralita de la entrada; cómo se oía la lluvia rebotar contra él. Aquella mujercita que nos pelaba, con toda su paciencia, las naranjas en espiral; y hacia que nos comiéramos las lentejas. Las clases de baile asturiano en el comedor: la demostración en ellas de mi consabida torpeza. La Odisea de ir a la sala de profesores, deseada a la par que temida por todos. Las aulas en las que “convivíamos” dos cursos, debido a la escasez de alumnos. Los de octavo, cuando aún andaban por allí. La mesa de ping-pong sobre la que jugábamos en el comedor. El laboratorio que nunca llegué a ver funcionar. La profesora del primer año, Toñi, y su tristeza para nosotros incomprensible por la imposibilidad de tener el hijo que tanto deseaba. Seve, el conserje comprometido que iba (y sigue yendo) a todas partes con su bici. Los “sacaojos” que había de camino a la pista donde hacíamos gimnasia. Las peleas. Los tirones de pelo. El cuarto que frente al aula de 1º y 2º almacenaba toda clase de elementos para manualidades. Los simulacros de incendio. Los “MB pero procura no ser tan chapucera” que me escribía Máriam en todas las redacciones, con los rotuladores Carioca de punta gruesa verdes, que (sigo diciendo que) olían a manzana. El hámster del niño aquel pelirrojo. Las mesas hexagonales de párvulos. La puerta en la que la profe se rompió la muñeca y un compañero se abrió la cabeza. Los mediodías en que me devoraba uno o dos libros de la colección Barco de Vapor después de comer, mientras mi abuelo veía Cifras y Letras con los pies sobre la mesa. Jugar a “Abuelita Ilúz” en patines. La merienda, a menudo consistente en cosas dulces, de la que siempre había quien te pedía. Los asfixiantes abrazos de Alba María. Cómo conseguimos que hablara un poquito (era sordomuda) y le enseñamos que no todo se conseguía por la fuerza. Cuando ganamos el concurso de disfraces con el tema de la mitología asturiana: el vernos a todos sobre el negro escenario del Teatro Jovellanos. Los muñecos cuya cabeza, en vez de por pelo era poblada por hierba. Cómo aprendimos emocionados lenguaje de signos para relacionarnos con los compañeros que lo precisaban. El plantar lentejas entre algodones en vasos de yogur de cristal. Cómo me tiraban de mi larga trenza y me llamaban “Vieja Estufa” por estar siempre pegada al radiador. Las tardes de atletismo con aquel viejecillo tan simpático siempre pendiente de su cronómetro, Carpena. Con qué gusto íbamos a clase, sin preocuparnos de exámenes ni trabajos, de si obteníamos un aprobado o un notable. El salir corriendo de clase en junio, para ir a la playa antes de comer. Los tazos. El minúsculo despacho del director. Las fichas amarillas de préstamo de la biblioteca. Los problemas que tenía la mayoría a la llegada de unos niños gitanos portugueses, cómo tras defenderse éstos a las burlas todos se fueron adaptando. Mi libreta de lengua, de cuadros escoceses. Las obras más bien laicas de los festivales de Navidad. El aula de vídeo, al que acudíamos encantados. La puerta del patio que daba a L’Atalaya, que nunca llegamos a ver abierta; y las misteriosas historias inventadas en torno a ella. Las mil exposiciones que montábamos: recuerdo una sobre la sidra, y otra en la que teníamos que llevar el objeto más antiguo que tuviéramos en casa. La implicación de las familias en la vida docente. Los insultos a otros compañeros por usar gafas o aparato dental; y sus posteriores reprimendas. El acudir a la Ampa a que nos curasen cuando nos hacíamos daño, al carecer de enfermería. Las excursiones. La educación en valores de igualdad: tanto en lo referido a género, como a raza y a condición social. Los gomets. El concurso literario que gané narrando cómo sería mi vida como astronauta. El comer trozos de goma de borrar. El día que una profesora, en verano, me llevó a casa la carta que una amiga me había mandado al colegio al no acordarse de mi dirección. Los cumpleaños: el aparecer por la escuela radiante de felicidad con tu gran bolsa de caramelos e ir repartiendo. Los lleo-lleo. El programa de radio al que acudimos algunos. El frío banco de piedra de la pista. Cómo enseñamos entre todos a Ángel nociones básicas de castellano, e incluso cómo nosotros aprendimos un par de palabras en ruso.
La rabia que daba volver en septiembre a clase; pero por otro lado, el entretenimiento que nos proporcionaba. Cómo nos apañábamos caseramente, a menudo sin demasiados medios. Las chocolatadas d’Antroxu. Cuando la profesora de párvulos me dijo que yo valía para escribir, que terminaría trabajando en algo relacionado con ello. Cuando me la encontré hace escasos meses en un restaurante, y tras darme a conocer, me apuntó emocionada su teléfono en una servilleta para que la avisara si algún día llegaba a publicar… Los rotuladores que aún deben estar desperdigados por el suelo… Las pegatinas verdes con un sol sonriente que anunciaba la escuela.
No sirvió de mucho que le dieran publicidad aquellos divertidos adhesivos; ya que la mayoría de alumnos desertó para irse a los colegios concertados más próximos.
La escuela está a punto de ser cerrada, tras tantos años ofreciendo sus servicios a los niños y familias del barrio, alfabetizando, abriendo las mentes, educando, en definitiva.
Me duele ver cómo se desvanecen de repente casi la mitad de mis recuerdos de infancia (y supongo que los de más gente) tan sólo porque el barrio viejo haya “avanzado” y nos podamos permitir llevar a nuestros hijos a colegios en los que les inculquen la competitividad, la desigualdad y la primacía de los católicos. Me duele que esos colegios los subvencione el Estado, el mismo Estado que cerró mi escuela.
(Sobre el inminente cierre del colegio Honesto Batalón, del barrio de Cimavilla, en Gijón)